A las dos horas y diez minutos de la película documental La Educación Prohibida (Argentina), tiene lugar un acto profundamente verdadero: Pablo Lipnizky, profesor del colegio Mundo Montessori (Colombia), dice entre sollozos: “Hay una sola cosa que realmente es importante, es el amor que nosotros le podemos dar a los niños. Si queremos una sociedad diferente, lo único que realmente tenemos que hacer, es amar a los niños para que ellos aprendan a amar a otros, que el conocimiento va a venir solo.” Muchas aprensiones y desconfianzas surgen al levantar un discurso sobre el amor, concepto que, lejos de ser preciso, pareciera referirse a algo etéreo e imposible de aterrizar a un contenido curricular. Esto ya lo advierte Luis Carlos Restrepo (1999) cuando dice que cierto saber del sentido común parece insinuar que este tema escapa a la técnica discursiva, por tratarse de una vivencia que se resiste a cualquier cadena argumental o ejercicio explicativo. Y es que claro, traducir el amor a una pauta normativa sería violar, de hecho, su naturaleza primigenia, que lo ubica en un acontecer más que en un conocer discursivo. Más bien, el amor debiese ser precisamente este acontecer que atraviese a todos los contenidos curriculares, y que surque profundamente la práctica pedagógica. Lejos de querer conceptualizar el amor, y aún más lejos de pretender venir a decirle a usted qué es el amor y correr el riesgo de caer en lo que Restrepo cataloga como “el campo de lo patético”, propongo que para explicarlo, tan sólo nos detengamos en el decir del profesor Lipnizky, que, más que un decir, se transforma en un acontecer: el amor acontece en su discurso y esto lo transforma en un acto verdadero que se explica en sí mismo, Lipnizky nos explica el amor, no desde su concepto, no desde la teoría, sino desde el mismo amor, que encuentra su traducción concreta en el sollozo. La idea del profesor amoroso, si bien viene teorizándose desde la época platónica, aún no ha logrado encontrar su aplicación concreta hasta nuestros días, ya que, sin pretender negar la existencia de profesores que sí realizan sus prácticas desde una relación de amor con el alumno, no podría decirse que la línea de la educación escolar posea esta orientación, pues sería negar, de hecho, su propia naturaleza: la de la guerra, el mercado y la producción. Sin ánimos de venir a levantar otra crítica más acerca del modelo educativo y sus violencias implícitas, me inclino por intentar responder a la pregunta del millón: ¿cómo incluir, de manera profunda y verdadera, el acontecer amoroso en el modelo pedagógico?. Ana María Fernández (2009) en su artículo De la ética y la erótica en la enseñanza, hace una distinción entre lo que es el profesor y el maestro, diciendo que el maestro, a diferencia del profesor, no se preocupa por enseñar aptitudes o capacidades. El maestro es quien se preocupa por la inquietud que el sujeto tiene con respecto a sí mismo y quien encuentra en el amor que siente por su discípulo, la posibilidad de preocuparse por la preocupación de éste en relación consigo mismo. Ahora, sin aventurarme a negar el hecho de que el profesor sí debiese entregar contenidos curriculares, no puede decirse que estas prácticas tengan que rechazar, por definición, un acontecer amoroso a la hora de transferir saberes. A este respecto, Ana María Fernández dice que los ejercicios del decir verdad no constituyen formas en las que uno se apropia (para el solo intelecto) de un discurso verdadero sobre el mundo o sobre uno mismo, son ejercicios para asimilar (en lo corpóreo) discursos verdaderos que se ponen en juego frente a las vicisitudes externas o a las pasiones internas. Entonces, habría que cambiar el paradigma de lo entendemos por conocimiento, y comprender que éste no tiene por qué quedar exento de una dimensión sensible, pero, ¿por qué esta concepción se hace tan difícil de llevar a la práctica? La problemática es clara: para poder fomentar y cultivar un amor por el sujeto y por los saberes, sería menester limpiarlos de su carácter productivista en las escuelas, que tan sólo los usan como pretexto para la proliferación de una sociedad de mercado en la que se educa al individuo para su posterior inserción en el campo laboral y que, finalmente, obstaculiza la aproximación amorosa de éste al conocimiento. La escuela, en su incapacidad de aceptar y comprender que el conocimiento pueda tener aproximaciones que no necesariamente culminen en la productividad, se ha empeñado en dar a ciertas disciplinas como lo son la enseñanza de las artes, por ejemplo, un fin utilitario (¿existe algo menos utilitario que el arte?), negando al individuo, de manera profunda y absoluta, la oportunidad de acercarse al conocimiento desde el desinterés y desde el mero goce, castrándolo hondamente de su capacidad de amar desde su experiencia gnoseológica. El bagaje acerca de las prácticas amorosas en la escuela es amplio, y aventurarse en su recorrido muchas veces puede resultar desalentador en lugar de esperanzador, por mi parte, prefiero quedarme con el momento en que el profesor Lipnizky nos explica qué es el amor, no desde el discurso, sino desde el amor aconteciendo en él mismo, debo confesar que he reproducido la escena muchas veces, y es que veo en ella la respuesta a la pregunta del millón: ¿cómo practicar el amor en la escuela?, pues practicándolo, dejándolo acontecer a través y a pesar de las ordenanzas curriculares, ya que el aula, es terreno íntimo en el cual operan sólo dos actores, el profesor y el estudiante, no sería entonces descabellado dejar que el amor acontezca allí, al alero y resguardo del secreto, la camaradería y la complicidad.
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